Mucho ha cambiado nuestra Feria desde aquellos años cincuenta del pasado siglo que es hasta donde alcanza mi memoria. No sé, si era  porque en aquellos tiempos la gente vivía con mayor intensidad esta fiesta, al ser, junto con la Semana Santa, lo único que rompía la monotonía cotidiana de una ciudad con afanes de pueblo como era el Jerez de antaño, o porque además era un sentimiento.

De lo que sí estoy seguro es que aquellas ferias eran algo más que la propia diversión y jolgorio. La Feria era un lugar de encuentro con nuestras propias raíces sin formalismos y sin caretas, toda una expresión de lo nuestro. Días de confraternización, de amistad y de alegría ante una copa de vino entre la pura expresión de un folklore ancestral y único.

Feria que esperábamos con ansiedad, recibíamos con alegría y despedíamos con tristeza. Para la que meses antes íbamos ahorrando en una hucha de barro que se rompía al llegar mayo. Hoy dicen que la Feria es cara para algunas economías, antes también, para ello ahorrábamos peseta a peseta.

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Tras el paseo obligado por la feria de ganados para ser testigos de tratos de compra y venta de ganados. Esos tratos de los que decía José María Pemán, en su elegía a la Feria de Jerez, que se gastaba diez duros en vino y almejas vendiendo una cosa que no valía tres.

Pero el marco indiscutible de aquellas  ferias eran, al igual que hoy, las casetas. Unas públicas y populares como las grandes casetas de la Tomatera, Lozano, La Gorda etc., en las cuales se permitía llevar la comida desde casa en cajas de zapatos, ya que entonces aún no se habían inventado los tuperwares. Ahí se llevaba la tortilla de patatas, los huevos duros y los filetes empanados, por lo que las familias sólo tenían que gastar en el vino, las gaseosas o las aceitunas que nos servían en las mesas. Otras, para uso y disfrute de los empleados de bodegas como las de González Byass, Williams o Domecq tenían precios muy ajustados. Algunas, pertenecientes a los distintos cuerpos militares con guarnición en la plaza, solían tener muy buen ambiente, al menos por la noche, con buenas orquestas y mejor baile. Otras casetas de construcción fija como las de los casinos Lebrero, Nacional, Labradores, Domecq o González Byass, acogían a la élite de la  sociedad jerezana. Por otra parte, los bailes de la gran caseta del Casino Jerezano, cuyos socios componían la escasa clase media más o menos acomodada de la ciudad, era por las noches la máxima atracción para muchos jóvenes, entre ellos yo, que de una u otra manera, nos las arreglábamos para colarnos pasándonos un amigo a otro una única invitación a través de las rejas.

Pero sin lugar a dudas las más entrañables fueron, entre otras, las inolvidables casetas particulares de los Karcomedo, con los recordados Diego Asencio, Paco López Tubío, Miguel Ruiz y otros, los cuales siendo muy jóvenes  sellaron, en los años de la posguerra una amistad imperdurable en la Ermita de San Telmo. Y que decir de Los Lagartos de las familias Daza, Gutiérrez o Mata. Los Máscaras, que nunca llegué a saber si el nombre era por lo de las caretas o por que eran los más “caras” del mundo. La Fiesta Nacional junto con la del Tendido de los aficionados al arte de Cúchares. Los Leones, La Mahora, Peña Ciclista, Peña Nosotros y otras más, componían un abanico de inolvidables casetas familiares que por unos días se convertían en hogares efímeros de sus socios. Ferias de antaño que siempre guardaré en mis recuerdos. Más tarde vendrían las casetas de Hermandades y Peñas Flamencas, y su gran evolución hacia nuestra actual Feria del Caballo. Todo cambió y no sólo en su estética, sino en la forma de vivirla y sentirla.

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Ahora cuando veo a cientos y cientos de jóvenes haciendo botellón los días feriados en los jardines del Bosque, pienso cual será el futuro de nuestra incomparable Feria de Mayo cuando los que amamos la tradición vayamos desapareciendo.

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