 
									El Día de San Dionisio Areopagita, patrón de Jerez de la Frontera, es una fecha de profundo simbolismo y recuerdo histórico para la ciudad. Es en este día cuando se saca a relucir el histórico pendón de Jerez, una insignia que evoca las gestas de la Reconquista. Publicamos a continuación un extenso y detallado relato histórico, tomado de la obra «Las guerras en la provincia», que narra los acontecimientos que culminaron en la trascendental Batalla del Salado, un conflicto que marcó un antes y un después en la historia peninsular, y que se desencadenó tras la audaz hazaña del ilustre jerezano Diego Herrera.
La sed de venganza del sultán de Fez, Abul Hassan
La noticia de la desdichada muerte de su hijo llegó a oídos de Abul Hassan, el poderoso sultán de Fez y Marruecos. Un hondo terror se apoderó de su ánimo, como si en los ojos cerrados de su vástago hubiera visto el anuncio de su propia muerte. Sin embargo, este espanto inicial pronto se trocó en una furia incontenible y una sed insaciable de venganza. Este emir, acostumbrado a ser servido de rodillas y cuya ambición le hacía creer que el mundo apenas cabría para extender su poder, sacudió la inactividad de su gente y avivó los ánimos bélicos de sus súbditos, preparándolos para una gran guerra. Abul Hassan, venturoso en casi todas sus empresas salvo en la pérdida de su hijo, estaba convencido de que este revés solo había ocurrido para que su futura venganza fuese aún más gloriosa y dichosa.
El alma de Abul Hassan se dilataba unas veces por la ira y otras se encogía por la impaciencia que le consumía. Rápidamente, preparó numerosas fuerzas para lanzarlas contra España y emprender su conquista, confiando ciegamente en que la fortuna le sonreiría allá donde dirigiera sus pasos. Multitud de bajeles llenaron los puertos del Estrecho de Gibraltar para trasladar a sus guerreros. El monarca moro, apoyándose sobre la guarnición del alfanje, observaba desde los muros de Ceuta cómo se embarcaba su ejército, fortalecido con nuevas armas. Si su saña y su ira hubieran podido abarcar más, más habría abarcado y más habría hecho.
Los preparativos de Alfonso XI y el cruce del Estrecho
En tanto, el rey castellano don Alfonso XI, enterado de los gigantescos preparativos de su cruel enemigo, ordenó a su almirante, D. Alonso Jofre Tenorio, que saliese de Sevilla para defender el paso del estrecho de Gibraltar. Con premura, los soldados comenzaron a embarcarse en la flota. Los reflejos de sus coloridos vestidos, las bellísimas plumas que adornaban sus yelmos y el brillo de sus armas herían los rayos del sol al reverberar sobre las aguas del Betis. Pequeños barcos, ricamente engalanados con tapetes y cojines de carmesí, transportaban al almirante y a los caballeros de más alto rango.
El embarque fue un momento de intensa emoción: parientes, madres y esposas abrazaban a sus seres queridos; padres ancianos bendecían a los hijos que estaban a punto de partir. Los capitanes apremiaban, los marineros gritaban, y al vogar de los esclavos, los bateles hiendieron las aguas en dirección a las grandes galeras ancladas en medio del río. Finalmente, el almirante se instaló en la capitana. Trompetas y clarines sonaron dando la señal de partida. Las naves se coronaron de gallardetes y banderas. Al silbo del cómitre, se desamarraron los pequeños bajeles, se levaron las anclas de la flota y las proas giraron. Los forzados levantaron los remos y batieron las tranquilas ondas en un solo golpe, como señal de que estaban listos. El río se llenó de espuma, las velas se desplegaron ante el suave viento y partieron de Sevilla, dejando en las riberas a aquellos que los habían acompañado, con lágrimas en los ojos y con el deseo y la esperanza de volver a estrecharse entre los brazos.
La flota castellana llegó a tiempo, pues Abul Hassan aún no había enviado los últimos bajeles con la totalidad de los soldados para la temeraria empresa que había resuelto. Alfonso XI, receloso de un posible accidente y consciente de que el número de naves bajo el mando de Tenorio no era suficiente, se embarcó él mismo en Sevilla y se dirigió al Puerto de Santa María. Allí, mandó armar ocho galeras que se encontraban en el lugar y las envió al almirante con el fin de fortalecer aún más la flota.
Mas todas estas precauciones resultaron inútiles. Apenas tornó el rey a Sevilla, supo que Abul Hassan había pasado el estrecho con toda felicidad sin ser combatido, pues le habían prestado su favor las sombras de una oscurísima noche.
La derrota naval y el asedio de Tarifa
Este infortunio se atribuyó al descuido o, peor aún, al temor del almirante. D. Alonso Tenorio, incapaz de tolerar por más tiempo tal herida a su pundonor y precipitado por las calumnias que se extendían en el palacio de su rey, tomó una decisión heroica pero funesta: determinó acometer la armada del emir, a pesar de que la desproporción era abrumadora, con cuatro galeras enemigas por cada una de las suyas.
Combatió con desesperación e infelicidad hasta que toda la flota castellana cayó deshecha en las aguas del mar o en poder de los moros. D. Alonso Tenorio murió como un héroe. Su galera, que había defendido hasta el último extremo ya sin tripulación, sin sangre, sin voz y casi sin aliento, fue apresada. En el castillo de popa, el almirante se abrazó con el estandarte que los moros solo pudieron arrebatarle después de cortarle los brazos con los que lo oprimía contra su pecho, en la postrera defensa de aquella insignia victoriosa.
Su cadáver fue llevado ante el soberbio Abul Hassan como muestra del triunfo, un suceso que le pronosticó al moro el más dichoso fin para sus empresas. Solo cinco galeras se salvaron del combate, refugiándose al amparo de los muros de Tarifa.
Alfonso XI, apenas supo de la adversidad de sus armas marítimas, creyó oportuno guarnecer la fortaleza de Tarifa con la más experta gente de guerra, sabiendo que sería la primera en experimentar los rigores del enemigo. Su alcaide, Alonso Fernández Coronel, partió a disponer todo lo necesario, aunque fue pronto sustituido por Juan Alonso de Benavides.
Abul Hassan no descansaba, consumido por su objetivo de vengarse o morir. Salió de Algeciras con una gran hueste y se dirigió directamente a Tarifa. Sus intenciones eran mortales y sus designios, funestos. Al frente de su ejército, se le veía impaciente, mordiéndose los labios por la tardanza en llegar ante la fortaleza, que imaginaba ya derrotada, con el muro desmantelado y sus soldados entrando furiosos, llevando los estragos del hierro y del fuego por doquier.
Finalmente, el sultán llegó ante los muros y puso cerco a Tarifa, apoderándose de todos los caminos de acceso para privarla de bastimentos y cortando los caños de agua. Aunque inicialmente pensó en rendirla por hambre y sed, su impaciencia no se lo permitió. La combatió con máquinas militares, atormentando sus muros y torres. En vano confió en que los defensores se acobardasen y abriesen las puertas. El valeroso orgullo de los cristianos no se doblegó; rechazaron los asaltos aguerridamente, aguardando con fe el socorro de su príncipe.
Don Alfonso XI contrató galeras genovesas y solicitó ayuda a los reyes de Portugal y Aragón. Mientras estas flotas acudían, envió doce galeras al estrecho, bajo el mando de Frey Alonso Ortiz Calderón, con el objetivo de hostigar al enemigo, interceptar víveres y prestar apoyo a los cercados en Tarifa.
Desgraciadamente, la presencia de estas naves fue de poco alivio. Unos nublados espesos y lóbregos se levantaron. El cielo se cerró, el sol se ocultó y el viento se esforzó con sordo mugido. El mar se inquietó, y una horrenda tempestad se desató. Las olas bramaron, azotando con furia espantosa los bajeles del rey de Castilla. Las áncoras y cadenas no fueron suficientes para contenerlas. Las naves fueron arrastradas y se quebrantaron contra las peñas. Tablas, palos y hombres se convirtieron en juguetes de las olas.
Abul Hassan, cabalgando en un alazán, contemplaba el estrago desde la orilla con una sonrisa feroz, creyendo que hasta los vientos y las aguas acudían en su auxilio para el exterminio de sus contrarios. Su osadía creció, reafirmando su objetivo de restaurar el poder de la media luna en España.
La gran concentración de fuerzas en Sevilla
Ante la adversidad, Alfonso XI juntó su ejército en Sevilla. El rey de Portugal, también en persona, llegó con sus propias tropas, pues el peligro era común a ambos reinos. Muchos prelados acudieron igualmente, al amparo de la Cruzada que el Papa había concedido a los que participaran en estas guerras. El arzobispo de Toledo, D. Gil de Albornoz, actuaba como legado a latere en esta jornada.
Finalmente, el ejército cristiano salió de Sevilla. Estaba compuesto por veinte y cinco mil infantes y catorce mil caballos. El campamento era un contraste de rostros tostados de guerreros y de mitras, sayales y cabezas cubiertas de cenizas en señal de penitencia.
El rey de Castilla envió una embajada a su enemigo, Abul Hassan, anunciándole que iba a pelear y pidiéndole que lo esperase. El moro devolvió el mensaje diciéndole que había cruzado el estrecho y cercado el primer lugar cristiano que encontró. Le desafió a que fuese a «descercar su vida de Tarifa» y le advirtió que, si no acudía, él seguiría avanzando tras tomar la villa. D. Alfonso XI despidió a los mensajeros con una respuesta breve y desafiante: agradecía que lo esperase, pero no lo creería hasta que lo viese.
La Batalla del Salado: Las fechas clave
No bien supo Abul Hassan que don Alfonso XI se aproximaba, levantó el cerco de Tarifa, prendió fuego a sus máquinas bélicas y mudó sus reales a un cerro alejado de la villa. El rey de Granada, que había venido a auxiliarle en la empresa, se ubicó aún más lejos.
Don Alfonso llegó a vista de su enemigo y se preparó para la batalla. Ordenó que el prior de San Juan, que estaba en las aguas de Tarifa con la flota de Aragón y algunas naves castellanas, desembarcase soldados al día siguiente, para que, unidos a los de la villa, atacasen el campo enemigo por otro flanco. Abul Hassan, sospechando el peligro que venía de Tarifa, mandó a su hijo Aben Omar que ocupara la pasada del río Salado, que dividía ambos ejércitos.
La misma noche de su llegada, D. Alfonso XI envió caballeros con gente escogida a cruzar el río y entrar en Tarifa, con el fin de fortalecer a los que estaban dentro y que, unidos, asaltaran el campamento del emir de Fez por otra parte. Tras un pequeño combate, lograron vencer la resistencia de Aben Omar y penetrar en la villa. Los dos reyes cristianos, el de Castilla y el de Portugal, concertaron que al día siguiente, el portugués atacaría el campo del rey de Granada, y el castellano, el de Abul Hassan.
Al amanecer del día decisivo, ambos príncipes oyeron misa, oficiada por el arzobispo de Toledo, y comulgaron. Luego, D. Alfonso armó caballeros a muchos, concediéndoles la orden de la Banda. Se pusieron en orden los dos ejércitos. Abul Hassan se vio acometido por dos flancos. El río Salado fue vadeado rápidamente por los guerreros cristianos, asegurando el paso para el resto de las tropas.
Abul Hassan subió a un alazán y se puso al frente de un cuerpo de caballería briosa. Su discurso, lleno de soberbia, menospreciaba a los cristianos, a los que llamaba «descendientes de los conquistados» y «polvo miserable«. Mandó rodear el campamento enemigo con redes de muerte, ordenando a sus veinte guerreros por cada uno de los cristianos que mataran y no solo combatieran.
Al punto, los ejércitos se encontraron. Sonaron los instrumentos bélicos, las banderas se tendieron al aire y los caballos, nerviosos, rompieron filas. El combate fue brutal, con muertes a la vista de amigos y compañeros. En medio del caos, las lanzas se rompían, las mallas crujían y saltaban centellas de los escudos.
Alfonso XI, en la vanguardia, animaba a sus hombres. Pero la fuerza y la multitud del ejército enemigo eran asombrosas. El pánico comenzó a apoderarse de los cristianos. Una parte de las tropas cedió, rompiéndose el orden. Una saeta enemiga hirió el arzón de la silla del rey Alfonso, quien, casi desesperado, estuvo a punto de lanzarse contra las picas enemigas para morir como un héroe. En ese momento crítico, el arzobispo de Toledo, con audacia y lealtad, cogió las riendas de su caballo, deteniéndole y obligándole a no aventurarse de aquel modo, recordándole que debía tener puesta toda su esperanza de victoria en Dios.
El rey serenó su rostro y reanimó a los suyos, perdonando y reprendiendo según el caso, y reparando el orden del combate. La lucha se reanudó con furia renovada. El campo se llenó de cadáveres, y ríos de sangre corrían.
En el momento de mayor cólera de Abul Hassan, una saeta hirió su caballo, derribándolo y sacándolo de su loco ensimismamiento. Viendo la debilidad de los suyos, montó en otro caballo y huyó en dirección a Algeciras. El monarca granadino también se retiró. Solo quedaron sustentando la lucha los caudillos inferiores.
El hijo de Abul Hassan, Aben Omar, huyó con ligereza por las arboledas, pero el miedo y la persecución lo amilanaron, cayendo ciego en manos de sus enemigos. La huida se hizo general en todo el campo moro, que fue perseguido sin descanso hasta las orillas del Guadalmesí, término del combate.
Los vencedores penetraron en las tiendas del campamento de Abul Hassan, donde se halló un tesoro inestimable: barras de oro, grandes cantidades de doblas, perlas, piedras preciosas, armas ricamente guarnecidas, brocados, telas y vestiduras dignas de la soberbia de un rey que pregonaba la conquista de España. La sultana Fátima y las concubinas de Aben Omar con sus hijos fueron halladas en las tiendas. La rica presa y la llegada de la noche salvaron a los fugitivos.
Abul Hassan, temiendo una entrada sin resistencia en Algeciras y Gibraltar, y receloso de que un hijo que dejó gobernando en su ausencia levantase la bandera de la sedición, cruzó el estrecho aquella misma noche en una galera desde Gibraltar y huyó a esconder su ignominia en los arenales africanos. El rey granadino se dirigió a sus estados, encaminándose a Marbella.
El pendón de la victoria y el reconocimiento Real
Mientras tanto, D. Alfonso XI se ocupó de componer las diferencias que se habían levantado entre las gentes de Jerez y Lorca, que habían combatido juntas. Ambos contingentes habían asaltado el fuerte escuadrón que custodiaba el pendón de Abul Hassan, de tela de oro morada con tornasoles, muy preciosa.
Derribada la insignia, un caballero de Jerez y otro de Lorca acudieron a levantarla, queriendo cada uno llevarla a su ciudad como trofeo de la victoria. La discordia duró poco, pues acordaron remitir la querella a la decisión del rey y siguieron combatiendo. Aunque hay quien dice que los de Jerez derribaron el pendón y los de Lorca acudieron a tomarlo, el rey sentenció que el asta se llevara por trofeo a Lorca, y el pendón se diese a Jerez, la primera ciudad. Este es el origen del histórico pendón de Jerez.
El monarca castellano ofreció al rey de Portugal todos los tesoros capturados, pero este generoso príncipe, sabiendo que Don Alfonso se había visto obligado a vender sus joyas para pagar a su ejército, solo aceptó algunas armas y despojos de poco valor como memoria de la pelea.
La falta de víveres obligó a ambos monarcas a abandonar el intento de sitiar Algeciras. Así, después de disponer la restauración de los muros de Tarifa y de armar caballeros de la orden de la Banda a los más destacados, uno y otro ejército tomaron al día siguiente el camino de Jerez, y de allí pasaron a Sevilla. Don Alfonso XI envió al Papa, a través de don Juan Martínez de Leyva, el pendón que llevó en la batalla, el caballo que montó en aquel día con las armas reales, cien caballos ensillados y enfrenados con ricas espadas y cien moros principales que los conducían.
El campamento del rey don Alfonso XI se situó en el lugar conocido como la peña del cuervo, y el campo moro entre los ríos Salado y el Guadalmesí.
El número de moros que perecieron en la refriega fue grandísimo, con cifras que varían entre los doscientos mil y los cuatrocientos mil hombres, según diferentes fuentes. El traslado de las tropas moras a España había tardado seis meses en sesenta galeras, mientras que la vuelta a África se hizo en solo quince días con doce galeras. «Es fama,» dice uno de los historiadores, «que esta ha sido la mayor derrota que han padecido las armas musulmanas.»
Los historiadores españoles señalan que la gran Batalla del Salado aconteció el día 28 de octubre de 1340. Sin embargo, en esto hay notable controversia. El arcipreste de León, Diego Gómez Salido, autor contemporáneo, afirma en el libro que escribió sobre los sucesos de la ciudad de Jerez que el combate fue el día 30 de octubre. Por su parte, la iglesia de Cádiz conmemora el hecho por constante tradición el día 31 del mismo mes. Esta última fecha quizás se deba a que en ella se celebraba el aniversario de la festividad religiosa en acción de gracias que se hizo al día siguiente de la batalla, siendo, por tanto, el 29 de octubre de 1340 la fecha más probable para la acción de gracias.
Regocíjase España, y con España la cristiandad entera, con las nuevas de esta gran victoria. Don Alfonso XI fue aclamado como el salvador del pueblo, recibiendo a su paso las bendiciones y el aplauso de la admiración por sus hazañas.
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