El horror tras la epidemia de fiebre amarilla en Jerez de 1800. Descubre el origen del solemne Te Deum de aquel diciembre.

El vómito negro: Crónica del invierno maldito en Jerez

Existen fechas que quedan grabadas en el papel amarillento de los archivos no por su gloria, sino por el rastro de ceniza y miedo que dejaron a su paso. El Archivo Municipal de Jerez de la Frontera guarda entre sus legajos una entrada que, tras su apariencia de alivio religioso, esconde el clímax de una de las épocas más oscuras de la ciudad. El 21 de diciembre de 1800, las campanas, que habían permanecido en un silencio sepulcral por meses, volvieron a sonar. Se cantaba un Te Deum. Pero aquel no era un canto de alegría; era el suspiro de una ciudad que acababa de emerger de las fauces de una pesadilla.

El arribo de la Dama de Oro

Todo comenzó con un calor asfixiante y un aire denso que parecía estancarse en las estrechas calles del barrio de San Miguel y la Albarizuela. La sombra de la epidemia de fiebre amarilla en Jerez de 1800 no entró con paso firme, sino con el sutil aleteo de los insectos y el desembarco de mercancías infectadas provenientes de una Cádiz ya diezmada.

Los primeros síntomas eran un presagio de la condenación. Los jerezanos veían con horror cómo sus vecinos, sus hijos y sus padres comenzaban a mostrar un tinte amarillento en la esclerótica de los ojos, una mirada de ictericia que les valió el apodo de «los dorados». Pero el color era solo el principio. Pronto llegaba el delirio, una fiebre que licuaba la razón, y finalmente, el síntoma que helaba la sangre de los médicos de la época: el vómito negro. Una expulsión de sangre coagulada y fétida que marcaba el final de toda esperanza.

Una ciudad convertida en osario

En el punto álgido del desastre, Jerez dejó de ser la ciudad del vino para convertirse en una inmensa antesala del camposanto. Las autoridades, desbordadas y presas del pánico, ordenaron medidas que hoy nos parecen sacadas de una novela de horror gótico. Se prohibió el toque de difuntos. El sonido constante de las campanas estaba volviendo locos a los supervivientes, recordándoles a cada minuto que la parca seguía cobrando su diezmo.

Las noches de aquel otoño de 1800 eran un escenario de pesadilla. Grandes hogueras de azufre, alquitrán y plantas aromáticas ardían en las esquinas de la Plaza del Mercado, lanzando columnas de humo negro que se mezclaban con la niebla del Guadalete. Se creía que los «miasmas», los malos aires, portaban la muerte. Los ricos se encerraban en sus palacios de la calle Porvera, sellando puertas y ventanas con paños empapados en vinagre, mientras que en las casas de vecinos del Arroyo, los cuerpos se apilaban en los zaguanes porque los carros de la muerte no daban abasto.

Los sepultureros, a menudo convictos o hombres desesperados embrutecidos por el aguardiente, recorrían las calles al amparo de la luna. Sus gritos —«¡Sacad a los muertos!»— eran lo único que rompía el silencio de una ciudad que parecía haber olvidado el sonido de la risa. Los cadáveres eran llevados al Lazareto de las Cuatro Norias o arrojados en fosas comunes extramuros, donde la cal viva burbujeaba sobre la carne podrida para evitar que el aire siguiera «corrompiéndose».

El 21 de diciembre: El cántico de los espectros

La llegada de los primeros fríos de diciembre fue la verdadera salvación, aunque en aquel entonces se atribuyó exclusivamente a la intervención divina. El mosquito, el asesino invisible que nadie sospechaba, sucumbió ante el descenso de las temperaturas.

Aquel 21 de diciembre de 1800, Jerez despertó en una extraña calma. El Archivo Municipal recoge que se cantó un solemne Te Deum en acción de gracias por haber cesado el «horrible azote». Imaginen la escena: la Colegiata (hoy Catedral) llena de hombres y mujeres que parecían espectros. Rostros demacrados, ropas negras de luto que envolvían cuerpos esqueléticos, y ojos que aún reflejaban el horror de haber visto a familias enteras desaparecer en menos de una semana.

El eco del Te Deum rebotaba en las bóvedas de piedra, mezclándose con el llanto reprimido de una población que había perdido miles y miles de ciudadanos. Fue un acto de gratitud, sí, pero también un exorcismo colectivo. La ciudad necesitaba creer que el demonio de la fiebre se había marchado, que la «Dama de Oro» había soltado su cuello.

El legado de la sombra

Aunque el himno marcó el fin oficial, las cicatrices permanecieron. Durante décadas, se decía que en ciertas noches de humedad, el olor a vinagre y azufre regresaba a los callejones más antiguos de Jerez. La epidemia de fiebre amarilla en Jerez de 1800 dejó una huella de trauma en la memoria colectiva, un recordatorio de que bajo la belleza de sus iglesias y la solera de sus bodegas, yace el polvo de miles que se fueron sin un adiós, devorados por una enfermedad que convirtió el paraíso del Sherry en un sucursal del infierno.

Hoy, al leer ese breve apunte histórico, no podemos evitar estremecernos. Detrás de la caligrafía elegante del escribano del siglo XIX, se esconde el grito sordo de una ciudad que sobrevivió a la extinción, y que cada 21 de diciembre, en el silencio de sus archivos, parece volver a entonar aquel cántico de gracias nacido del más puro terror.

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