Era lunes, el 28 de abril de 2025. El sol de mediodía caía a plomo sobre los tejados ocres de Jerez de la Frontera. Las calles empezaban a llenarse del murmullo habitual de la hora del almuerzo, el zumbido distante del tráfico, la música saliendo de alguna ventana. Y de repente, un click… o quizás ni eso. Sólo el silencio. El tipo de silencio que no has oído en mucho tiempo, el que sólo llega cuando todas las máquinas se detienen a la vez.

El telón eléctrico

El frigorífico dejó de vibrar en la cocina, la pantalla del ordenador se quedó en negro, el ventilador dejó de girar. Fue una cascada de pequeñas ausencias sonoras que culminó en una quietud inesperada. La ruidosa banda sonora de nuestra vida moderna, alimentada por voltios y amperios, simplemente se evaporó. Y en ese vacío, lo que quedaba se hizo inmensamente audible. Los pájaros, que siempre estuvieron ahí pero eran opacados, se hicieron audibles de nuevo. El viento en las palmeras, la lejanía de una conversación sin amplificación que antes se habría perdido en el ruido de fondo. Era como si la ciudad, la península entera, se hubiera puesto un dedo en los labios, pidiendo que escucháramos otra cosa.

Rostros a la luz natural

La primera reacción fue la confusión. La gente salía a los balcones, a los portales, con el teléfono inútil en la mano, mirando alrededor con una mezcla de asombro y desconcierto. Los semáforos apagados convertían las intersecciones en bailes extraños de coches y peatones cautelosos. Pero pronto, la inactividad forzada empezó a generar algo diferente. Vecinos que quizás solo se saludaban ahora hablaban en los portales, compartiendo hipótesis o simplemente el hecho de compartir el momento. Los niños, liberados (o privados) de sus pantallas, encontraron juegos en la calle o redescubrieron juguetes olvidados. La necesidad de saber la hora te obligaba a preguntar a otro humano, a buscar un viejo reloj de pulsera, o a fijarte en la sombra proyectada por el sol. El reloj de la iglesia, con su campana, cobró una importancia inusitada, marcando el paso del tiempo como lo hacía hace décadas. Y la luz natural, la única que quedaba, se filtraba de manera distinta por las ventanas sin la competencia de las bombillas, redibujando los espacios interiores.

28 de abril: una Península en pausa

Pensar que no era solo Jerez. Que este mismo silencio, esta misma pausa forzada, se extendía por cada pueblo y ciudad de la Península Ibérica, cruzando las fronteras invisibles hacia el sur de Francia. Millones de vidas conectadas por esta desconexión forzada. Las grandes urbes silenciadas, los sistemas parados, la infraestructura que dábamos por sentada, inerte. Era una vulnerabilidad expuesta a una escala masiva. Pero también, una extraña sensación de comunidad. Saber que, a cientos de kilómetros, en Sevilla, en Lisboa, en Barcelona, la gente estaba experimentando la misma quietud, el mismo cielo sin contaminación lumínica al caer la noche. Una vasta red invisible de personas experimentando lo mismo: la ausencia de lo constante. La repentina fragilidad de nuestra sofisticada jaula eléctrica.

El 28 de abril fue un día para mirar hacia afuera porque las pantallas no funcionaban, un día para hablar porque los teléfonos se morían, un día para escuchar los sonidos que la modernidad había ahogado. Y mientras caía la tarde, sin semáforos que guiaran, sin luminosos que deslumbraran, el cielo sobre Jerez, sobre la Península, sobre el sur de Francia, parecía más grande, más profundo. Las estrellas, normalmente veladas, empezaron a asomarse con una nitidez asombrosa. Un recordatorio silencioso de que el mundo seguía girando, ajeno a nuestros cables y circuitos. Un día para recordar que la luz no es solo eléctrica, y que a veces, parar es la única forma de ver lo que nos estábamos perdiendo.

Imagen generada con IA

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