En Jerez en el siglo XIX la advocación del Niño Perdido tuvo un arraigo ahora desconocido, y su soporte devocional estaba en la imagen del Dulce Nombre de Jesús.
Hay obras de arte sobre las que se posa la historia y la intrahistoria también; la historia porque se imbuyen de ella y nos la muestra frente a nuestra mirada ávida de arte, pero hay otras que además son soporte de tradición y de devoción populares.
En Jerez en el siglo XIX la advocación del Niño Perdido tuvo un arraigo ahora desconocido, y su soporte devocional estaba en la imagen del Dulce Nombre de Jesús que la orden dominica veneraba, y actualmente aún venera como imagen titular de la hermandad de la Oración en el Huerto, en su capilla de la iglesia de Santo Domingo junto a la alameda de Cristina en Jerez (se trata de una escultura del siglo XVIII, probablemente de autor italiano).
La orden de Santo Domingo fue exclaustrada en Jerez en 1835, como otras órdenes religiosas, y sus bienes desamortizados, quedando muchas de sus dependencias abandonadas (su claustro gótico pasó a manos municipales, como también hoy lo conocemos). Sin embargo, el templo de Santo Domingo seguía celebrando la santa misa, y la tradición piadosa de la ciudad se fue apoderando del culto a sus imágenes.
Ésta que nos ocupa, y que aún conservamos, del Dulce Nombre de Jesús adquirió entonces una nueva dimensión religiosa, y fue conocida como la imagen del Niño Perdido, haciendo referencia al pasaje evangélico del Niño Jesús perdido y hallado en el templo.
El culto a esta devoción, lo desarrollaban de manera especial las madres o mujeres en cinta, porque su rezo adquirió un carácter sanador para la infancia. Se dice que, en Jerez, las mujeres que al salir de casa no intercambiaban palabra alguna con nadie, era porque marchaban en silencio hacia la capilla de esta imagen del Dulce Nombre de Jesús en Santo Domingo, y porque hasta que no la visitaban en su retablo, hacían la santa promesa del silencio.
El pasaje del Niño perdido lo relata san Lucas (2, 41-52), y con él, se cierra el ciclo de la Infancia del Niño tal como se cuenta en los evangelios. Esta historia es en sí misma un correlato de la muerte y resurrección de Jesús. Así es porque ocurrió en la Pascua, al igual que su Pasión, cuando Jesús tras visitar el templo de Jerusalén con sus padres, permaneció perdido durante tres días hasta que, finalmente, fue encontrado en el templo entre los doctores: tres días estuvo perdido como días estuvo, tras su muerte, sepultado y oculto a sus discípulos, hasta que al tercero resucitó.
En el rezo del rosario, el Niño perdido y hallado en el templo es uno de sus misterios gozosos, pero también es uno de los Dolores de María, porque prefiguran los de la Virgen en la Pasión de Jesús, aunque lo hace durante su infancia, por la zozobra y el miedo a la pérdida de un hijo.
El culto al Dulce Nombre de Jesús, después de diferentes variaciones en el calendario y las festividades, queda fijado en el día 3 de enero, pero lo era el 2, coincidiendo con la festividad de la Circuncisión del Niño, durante la cual, cumpliendo la ley judía, ocho días después de su nacimiento, al recién nacido se le daba un nombre; y así lo recibió Jesús, que significa “Dios Salva”, siendo éste el nombre que el arcángel Gabriel le dio a María antes de su Encarnación y anunció a José en sueños. Por ello, estas imágenes del Dulce Nombre de Jesús, en numerosas ocasiones sirven de soporte para el culto al Nacimiento de Jesús, pero también lo hacen para la devoción al Niño perdido.
Pero la tradición popular entiende más de gracias y miedos que de teología, y en torno a las fiestas navideñas, pone en funcionamiento las devociones y las costumbres que mejor le generan certezas y sosiego, dando lugar al apego a unas imágenes y sus tradiciones que enriquecen la dimensión artística, religiosa y simbólicas que ellas ya de por sí tienen.
En torno a estas devociones se establecen numerosas tradiciones piadosas, algunas muy navideñas y entrañables. Era frecuente, que, en las casas, antiguamente, la figura del Niño Jesús que reposaba en su popular pesebre, fuera sustraído, en base a una prez que se le solicitaba, y era devuelto al tercer día, como cumplimiento de una promesa que establecía el “ladrón” con el mismo Niño Dios. Las madres marchaban a rezar al Niño, que en Jerez lo hacían camino a la Alameda de Cristina, en silencio, esperando con la visita a esta imagen en su capilla del Dulce Nombre, la gracia de la sanación o del buen suceso.
En el Nacimiento rememoramos su teofanía, su venida como Niño Dios, iluminando un camino hermoso de esperanza (metáfora espiritual del solsticio de invierno que se produce en esos días cercanos al 25 de diciembre, siendo un hito astronómico que reinterpretamos simbólicamente al entender que se produce cuando la luz crece y a partir de ese día se achican las tinieblas…).
Su advocación de Dulce Nombre, de gran arraigo en la orden dominica, parece que embelesa el pensamiento, como así hizo con Santo Domingo de Guzmán, porque bajo Él, al calor de su Nombre, todo se torna dulzura. Pero de todos estos reclamos espirituales, que vemos se posan en esta escultura del Dulce Nombre de Jesús, la devoción ya olvidada del Niño Perdido es la que más desvelo y desasosiego genera en cualquier padre, o hijo que todos hemos sido, porque en estas fiestas, de manera singular en su festividad del 3 de enero, el Niño nos recuerda a cualquier niño perdido: y porque todos fuimos niños, la pérdida se extiende a todas las edades del hombre.